USULUTÁN, El Salvador — Giraron alrededor de la pista de baile, tan desenvueltos y vigorosos como suelen ser los adolescentes. Los compañeros de clase bebieron mojitos en el pegajoso calor. Las viejas conexiones amorosas cambiaron por sonrisas discretas bajo los árboles ensartados con luces. Los genios estaban allí, junto con los atletas, los alborotadores y los bienhechores.
“Qué jóvenes parecemos todos”, dijo Mauro Adán Arce al micrófono, provocando aplausos y risas en los rostros con arrugas que le sonreían. En un rincón, las letras blancas retroiluminadas con rojo eran un testimonio de su edad: “Promo 1978”. Generación de 1978.
Era una reunión de preparatoria, pero la escuela que todos recuerdan ya no existe. Los ex estudiantes estaban en casa, pero ya no era realmente su casa.
Tenían 20 años cuando una guerra civil se desató en El Salvador como un terremoto y destrozó sus vidas.
Vieron a los escuadrones de la muerte acribillar cuerpos a balazos, enfrentaron a la Guardia Nacional con la esperanza de escapar, abandonaron sus sueños para volver a empezar en Los Ángeles, dejaron atrás a las madres que perderían varios hijos por culpa de la inmigración. Más de 75 mil salvadoreños murieron; millones más huyeron.
Un poco más de la mitad de la clase graduada del Instituto Nacional de Usulután se quedó, construyendo sus vidas sobre las ruinas de su país. Veinticinco años después, regresaron a Usulután para reunirse por primera vez. En noviembre, una segunda reunión reunió de nuevo a unos 40 de ellos.
Ricardo Alfredo Bermúdez, que se fue a California en 1980, recordó que se fue cuando el conflicto se intensificó.
“No vivimos la guerra”, dijo.
“Como sí la vivimos”, agregó Ruti Montecino, irrumpiendo en la conversación. “Los que nos quedamos”.
MAYO 1979
La Generación del 78 estudió la preparatoria en el país más pequeño de Centroamérica, llamado cariñosamente “El Pulgarcito de América”.
Los estudiantes faltaban a clases para ir a nadar en el Río Molino, jugaban fútbol en una humedad del 90 por ciento y robaban mangos y sandías del vendedor ambulante al que todos llamaban Chepito.
Manuel Machado, conocido por ser travieso, arrojaba bombas fétidas en los salones de clase y mantenía la puerta cerrada para que nadie pudiera salir. Colgaba cubetas de agua sobre las puertas, destinados a los estudiantes; en cambio, ellos mojaba a los maestros. (Los conserjes descansaban de limpiar el auditorio gracias a Machado, a quien a menudo se le asignaba la tarea como castigo).
Pero ya había señales de lo que se avecinaba. Una campaña de control de las identificaciones de los salvadoreños. Un compañero de clases que encabezaba a los manifestantes estudiantiles y luego abandonó la escuela para unirse a la guerrilla. Gritos de tortura que se filtraban de un edificio del gobierno, mientras los estudiantes iban a ser fotografiados para sus certificados.
Sin embargo, ese no fue el enfoque del día de la graduación, que ocurrió en 1979, el año después de que egresaron oficialmente. Esa mañana, la generación se acomodó en los bancos para asistir a misa en la iglesia de Santa Catarina. Después, los hombres sudaron a través de sus trajes mientras caminaban media milla hacia la escuela. Las madres acompañaban a los hijos; los padres, a las hijas.
Al recibir sus diplomas, los graduados sintieron alivio.
Ese día, en un estado de borrachera feliz, uno perdió su chaqueta. En la fiesta de graduación, donde tocó la banda Espíritu Libre, confesó su amor a una compañera de clase.
Al amanecer de la noche de graduación, se preguntaban qué estudiarían y dónde.
“Todos pensábamos que íbamos a tener un futuro aquí”, dijo Machado, pensativo mientras miraba a sus compañeros de clase 40 años después. Como muchos de ellos, él también se fue.
ENERO DE 1980
Para cuando José Alexander Navarrete, de 20 años de edad, llegó a la Universidad de El Salvador, el gobierno dirigido por los militares consideraba el campus como un centro de activismo político de izquierda. Prominentes líderes del movimiento guerrillero enseñaban o estudiaban allí, y los estudiantes podían tomar clases sobre tácticas de guerrilla.
La credencial de identificación de la universidad parecía un certificado de defunción.
Navarrete aprendió a tener cuidado con las Jeep Cherokees negras, el vehículo favorito de los escuadrones de la muerte. Al salir del campus una tarde de enero de 1980, se puso tenso cuando una Cherokee disminuyó su velocidad a su lado. Escuchó el chasquido de los rifles de asalto siendo recargados.
Siguió caminando, pero el vehículo aceleró. Los pasajeros dispararon al joven que estaba delante de él. Navarrete mantuvo la vista al frente mientras pasaba, preocupado de que un informante lo denunciara por ayudar al occiso. Pudo oír al hombre ahogarse con su propia sangre.
En marzo, tropas del gobierno respaldadas por carros blindados rodearon el campus. Se produjo un tiroteo entre ellos y los izquierdistas dentro de la universidad.
Poco después, Navarrete se enteró de que él y un primo estaban en una lista negra de los escuadrones de la muerte. En mayo, abordó un avión en San Salvador y se dirigió a Nicaragua, dejando atrás a sus padres y a su novia con la que mantenía una relación desde tres años antes.
A finales de junio, el campus era un campo de batalla. Cientos de soldados en tanques, armados con ametralladoras y rifles automáticos, irrumpieron en la universidad. Mataron a por lo menos 15 estudiantes y cerraron la escuela. Cuatro meses después, pistoleros mataron a balazos al rector de la universidad.
Navarrete pasó unos 12 años en Nicaragua, donde estudió para ser técnico de laboratorio. Luego pasó varios años en California.
Cuando regresó a El Salvador en 1996, las pandillas ya estaban tomando el control.
“Terminamos una guerra y empezamos otra”, recordó Navarrete, mientras se sentaba rodeado de compañeros de clase para su reunión. Antes de comer, inclinaron sus cabezas en silencio y agradecieron a Dios por estar vivos.
17 DE ABRIL DE 1980
“Fíjense, papá y mamá, que aquí no es como lo cuentan, aquí uno sufre, aunque no quiera pero así es la vida”.
Fue una de las primeras cartas que Juan José Ramírez envió a sus padres desde California. Escribió en una hoja de papel de cuaderno. La fecha estaba inscrita en cursiva azul en la parte superior de la página.
Ramírez se había ido de su casa poco después de graduarse del Instituto Nacional de Usulután. Estaba asistiendo a la universidad en San Salvador, con planes de ser doctor. Pero a medida que la inestabilidad crecía, decidió seguir a su hermano menor, que se había ido en diciembre de 1979, con la esperanza de escapar de un país que se deslizaba hacia el caos.
El día que llegó a la Ciudad de México, se enteró de que Óscar Romero, el arzobispo del país y el más destacado vocero de los derechos humanos, recibió un disparo en el corazón mientras celebraba misa.
“Cuídense mucho, los quiero mucho”, escribió Ramírez el día que llegó a Los Ángeles.
En cinco años, la madre de Ramírez se había despedido de cuatro hijos.
Los hermanos enviaban a casa cheques por 100 dólares. Otros meses, explicaban que necesitaban pagar la renta en su apartamento de Echo Park. A menudo, les decían a sus padres cuánto los amaban.
Cada vez que María Bertha Portillo de Ramírez recibía una carta, cortaba el sobre por el lado y se la leía en voz alta a su esposo, Juan Ramírez Hernández. A menudo era ella la que respondía, llorando por sus hijos perdidos.
“Gracias a Dios que están vivos”, le consolaba Hernández. “Si estuvieran aquí, estarían muertos”.
La calidad de sus vidas se había ido deteriorando desde el comienzo de la guerra civil. La pareja vendía ropa en un mercado de El Tránsito, la pequeña localidad cerca de Usulután donde vivían. A menudo, los autobuses que tomaban para ir a San Salvador a comprar mercancías se veían obligados a detenerse debido a los tiroteos entre guerrilleros y soldados. Portillo de Ramírez veía cabezas que quedaban esparcidas a lo largo del camino.
En 1981, una explosión destrozó el puente más importante del país, el Puente de Oro. La explosión cortó una ruta directa hacia el lado oriental de El Salvador y permitió que los guerrilleros se afianzaran allí.
Después de eso, las condiciones de vida empeoraron rápidamente. Portillo de Ramírez y su esposo sabían que debían abandonar su país, cada vez más violento. En 1985, se reunieron con sus hijos en Los Ángeles.
Pero en cuatro meses regresaron a casa, incapaces de empezar de nuevo desde cero. Dos años después, su hijo menor los siguió.
De vuelta a casa, los guerrilleros dispararon contra un transformador en su pueblo, dejando a muchos sin electricidad ni agua durante un mes. La familia apiló ladrillos contra la puerta del garaje, con la esperanza de que la barrera los protegiera de las balas.
En lo peor de la guerra, los tres pasaron una noche atrapados en San Salvador. Se escondieron en una escalera amurallada, escuchando disparos que hacían temblar las ventanas. Ninguno durmió.
Hoy, décadas después, Portillo de Ramírez usa un bastón para desplazarse por la casa donde crió a sus hijos. Ahora es más grande gracias al dinero que sus hijos enviaron a casa.
Ella guarda más de 200 cartas (un testamento de esa terrible época) en cajas cubiertas de polvo que alguna vez contuvieron una plancha y un despertador digital.
Entre las posesiones de esta mujer de 83 años se encuentran el certificado de preparatoria de Ramírez y una copia de su solicitud para una beca universitaria. Meses después de que se fuera a California, su familia se enteró de que la ayuda financiera había sido aprobada.
Hoy, él vive en el condado de Los Ángeles, donde trabaja en el manejo de desechos. No pudo asistir a la reunión porque se fracturó el pie.
Pero hace todos esos años, dejó sus sueños escritos en pintura blanca en la parte trasera de la puerta de su dormitorio: Dr. Juan José Ramírez.
22 DE NOVIEMBRE DE 1980
Cuando la Guardia Nacional detuvo la minivan en la que viajaba, Ricardo Alfredo Bermúdez se preparó para morir.
Ninguna de las seis personas que iban en el vehículo (incluyendo un primo y un tío) tenían documentos. Habían dado sus pasaportes a los contrabandistas, porque necesitaban cruzar la frontera hacia Guatemala.
Seis guardias exigieron a los pasajeros que les dijeran dónde estaba su unidad. Uno le pegó a Bermúdez en el pecho con la culata de su rifle de asalto; otro golpeó a su primo en las costillas.
“No somos guerrilleros”, suplicó Bermúdez.
“Si no traes documentos, te matamos”, le dijo el guardia.
Bermúdez estaba estudiando ingeniería civil cuando los soldados cerraron la Universidad de El Salvador en San Salvador. Ahora él y los demás estaban tratando de llegar a Estados Unidos.
El joven de 20 años se quedó callado mientras los guardias los colocaban en la parte trasera de una camioneta. Después de una cuadra, la camioneta se detuvo y sus captores exigieron dólares para dejarlos ir. El tío de Bermúdez pagó 100 dólares por su libertad.
Bermúdez tardó 12 días en llegar a la frontera con Estados Unidos. Cruzó a California en el maletero de una camioneta negra y se dirigió al apartamento de una tía en Hollywood. Ese fue su hogar durante los siguientes 10 años.
Cuatro décadas más tarde, los recuerdos de Bermúdez siguen siendo claros mientras recuerda la sensación de la pistola en su pecho y el miedo a la muerte. El residente de North Hills habla en serio al compartir su pasado, pero pronto está riendo con sus ex compañeros una vez más.
NOVIEMBRE DE 2019
Un viernes por la noche en Usulután, en un restaurante de comida rápida llamado Pollo Campero, la mesa de 12 estaba en un mundo propio. Los antiguos compañeros de clase, nostálgicos y felices, se burlaban de los amores pasados. Se reían tanto que sus cuerpos temblaban y las lágrimas corrían por sus rostros.
“Ay, Dios mío”, dijo Ana María Vanegas, mientras veía una foto de su cumpleaños número 18 en 1977.
“Estamos igual de hermosos como en la foto”, respondió René Rafael Castillo Pozo, mientras la abrazaba fuerte.
Se sintió como si fueran estudiantes otra vez, pero solo por su entusiasmo. Su cabello se había adelgazado y se había vuelto gris. Llevaban lentes de lectura y se quejaban de problemas pulmonares. Uno de ellos se hizo daño en la espalda por todo el jolgorio.
El esposo de Montecino no la dejó venir a la reunión de los 25 años. (Su divorcio la liberó para asistir a esta.) Ella había permanecido en Usulután durante años, lavando su ropa y bañándose en el río cuando los combates la dejaron sin electricidad durante semanas. Un amigo murió durante un tiroteo entre guerrilleros y soldados.
Los cuerpos eran abandonados con las manos atadas a la espalda.
“No había un día sin muertos”, recordó Montecino, quien ahora es maestra. “Tanta gente inocente”.
Los compañeros de clase de Arce lo apodaron Juan Wright, en honor a uno de los millonarios del país a finales de la década de 1970. Como Arce había cruzado ilegalmente a Estados Unidos durante la guerra, no pudo regresar a ver a su padre antes de que el anciano muriera. Ahora como ciudadano estadounidense, Arce es dueño de una compañía de camiones en Los Ángeles y emplea a casi 100 personas. Él pagó la cuenta de la cena.
Los compañeros de clase pasaron el fin de semana juntos, reuniéndose para la misa en la misma iglesia que habían visitado el día de su graduación. Casi 40 de ellos llenaron las bancas, sudando porque no estaban acostumbrados al calor. El sacerdote felicitó a la generación de 1978.
“Yo tenía un año de edad”, comentó el joven sacerdote, provocando un clamor entre los asistentes de de 59 años. “Cómo han pasado los años”.
En su último día juntos, un domingo, se acostaron en hamacas del color del arcoíris en la Playa El Espino, bebieron de cocos y se refrescaron con minutas, postres de hielo raspado en vasos de poliestireno. Durante la guerra civil, las guerrillas habían ocupado la playa.
Ahora, los antiguos estudiantes bebían cerveza Golden y bailaban al son de La Sonora Dinamita, la música que ahogaba el rompimiento de las olas. Dos mejores amigos chismearon sobre sus vidas. Otros hablaban de sus hijos que estaban haciendo maestrías y doctorados y mostraban fotos de sus nietos.
Un hombre y una mujer caminaron por la arena gris, buscando conchas marinas. Fueron pareja alguna vez, hace toda una vida. Hoy en día, uno está casado con otra persona. Hicieron un pacto en esa dulce tarde: Si alguno de ellos estaba en una silla de ruedas en la siguiente reunión, el otro la empujaría.
Mientras el sol se hundía en el océano, cinco hombres pateaban un balón de fútbol en la arena. Hicieron trucos y formaron un círculo cerrado para no correr más de lo necesario.
Vanegas, quien vive en el Valle de San Fernando, se sentó en un banco cercano, riéndose mientras veía jugar a sus antiguos compañeros.
“Recordar es volver a vivir”, concluyó.
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