CIUDAD JUÁREZ, México — Para las dos docenas de niños migrantes que viven dentro de una pequeña iglesia en las afueras de Ciudad Juárez, México, la mayoría de los días son así: Desayuno a las 8 de la mañana, cena a las 6 de la tarde, y nada que hacer entre esos horarios.
No van a la escuela y, excepto por un puñado de Biblias desgastadas, no hay libros. Los peligros abundan en las colinas circundantes, por lo que la mayoría no ha dejado el complejo rodeado de alambre de púas en semanas o incluso meses.
“Me siento encarcelada”, dijo Alison Mendoza, de 16 años.
Salió de Nicaragua con sus padres y dos hermanas menores en marzo después de que su padre recibió amenazas de muerte por manifestarse contra el presidente Daniel Ortega, cuyo gobierno ha encarcelado y matado a miles de disidentes.
La familia ha estado esperando aquí en Juárez durante casi dos meses la oportunidad de solicitar asilo político en los Estados Unidos. Una política de la administración de Trump permite que solo un puñado de solicitantes de asilo pasen por los puertos de entrada en la frontera de los Estados Unidos cada día.
Mendoza y sus hermanas, Sol, de seis años, y Michele, de 11, se encuentran entre los miles de niños migrantes que languidecen a lo largo de la frontera como resultado de las cambiantes tendencias migratorias y las políticas de la Casa Blanca que buscan disuadir a los solicitantes de asilo.
Dejaron atrás a amigos y familiares y soportaron las dificultades del trayecto de los migrantes solo para terminar atrapados en campamentos, hoteles baratos y refugios como Buen Pastor, que ahora alberga a niños y sus familias provenientes de lugares tan lejanos como Ghana y el Congo. Peones en una disputa entre adultos, su futuro es totalmente incierto.
Es casi seguro que dos mandatos recientes de la administración de Trump resultarán en un número aún mayor de niños migrantes atrapados aquí.
Uno pide que los solicitantes de asilo esperen en México mientras se resuelven sus casos. Según funcionarios del estado de Chihuahua, aproximadamente tres mil niños migrantes y sus familias han sido devueltos a Juárez en virtud de ese programa desde abril.
Otro nuevo mandato anunciado esta semana exige que se niegue el asilo a los migrantes que no solicitaron protección en al menos un país por el que pasaron cuando intentaban llegar a los Estados Unidos.
Las reglas significan que existe una gran probabilidad de que si los Mendoza finalmente cruzan la frontera para defender su caso, serán enviados de regreso a Juárez.
“¿Qué haremos?”, preguntó Donald Mendoza, de 37 años, quien dejó un buen trabajo en una universidad de Managua que le habría permitido pagar la educación universitaria de sus hijas.
El gobierno mexicano se ha comprometido a proporcionar educación a los migrantes que sean regresados de los EU, pero Mendoza no quiere criar a sus hijas en Juárez, una ciudad notoriamente peligrosa, donde 10 personas fueron asesinadas solo el domingo.
“Esta no es la vida que planeé para mis hijas”, dijo.
Buen Pastor abrió sus puertas hace unos 20 años a los migrantes, en ese entonces casi siempre hombres solteros, que pasaban por Juárez antes de intentar escabullirse a través de la frontera.
“Venían, descansaban una o dos noches y luego cruzaban”, comentó el pastor Juan Fierro García.
Pero en los últimos dos años, familias enteras comenzaron a recorrer el camino de tierra que conduce a la iglesia.
Muchos habían oído que las autoridades de Estados Unidos liberaban a los migrantes siempre que solicitaran asilo y viajaran con niños.
“No sabíamos mucho sobre la situación, solo que las familias estaban pasando”, relató Joseph Venegas, de 26 años, quien dejó Honduras el mes pasado con su esposa y sus dos hijos.
Después de cruzar ilegalmente a EU la semana pasada y entregarse a las autoridades fronterizas, Venegas y su familia estuvieron recluidos durante dos días y luego fueron devueltos a Juárez con una orden de comparecer en una audiencia de asilo en octubre. Un funcionario mexicano les explicó cómo llegar al Buen Pastor.
José, de diez años, sollozó en el camino hasta ahí. “Quiero volver a Honduras”, se lamentaba.
“Tuvimos mala suerte”, explicó su padre. “La ley es la ley y tenemos que respetarla”.
“Estamos haciendo todo esto por ti”, agregó Venegas.
Venegas confesó que la familia decidió irse porque una huelga de maestros significó que José no asistiera a la escuela durante meses.
Pero ahora, mientras observaba a José sentado morosamente en un rincón del refugio y a su esposa amamantar a su bebé de cuatro meses que tosía en un banco cercano, se preguntó si partir había sido lo mejor para sus hijos.
“¿Qué clase de infancia es esta?”, se preguntó.
La experiencia es un poco más fácil para los niños más pequeños, muchos de los cuales no entienden exactamente lo que está sucediendo y quienes corren alrededor del refugio en grupo. Los más jóvenes provenientes de África hablan solo un poco de español, pero aún así logran hacer amigos.
La falta de juguetes significa que los niños se entretienen alrededor de una mesa grande, golpeándola como un tambor hasta que sus padres se quejan o convirtiéndola en un fuerte bajo el cual se esconden y susurran.
Hay varios edificios pequeños agrupados alrededor del complejo: un dormitorio para hombres, un dormitorio para mujeres y el santuario de la iglesia donde las familias acampan cada noche en colchones apretados entre las bancas.
Las condiciones de hacinamiento y el flujo constante de visitantes (empleados de ONGs, abogados pro bono y periodistas que hacen las mismas preguntas hasta el cansancio) significa que no hay privacidad. Las jóvenes se acicalan y se cambian de ropa bajo la cobertura de las mantas.
Una psicóloga del estado viene una vez por semana. En una mañana reciente, reunió a los niños alrededor de una gran mesa redonda y los orientó para que realizaran ejercicios de respiración.
Les pidió que fueran, uno por uno, diciendo sus nombres y de dónde provenían.
“Soy Natalia de Honduras”, dijo una niña.
“Soy Akasia, del Congo”, indicó otra.
Una niña delgada de Guatemala se negó a hablar, enterrando su cabeza entre sus brazos.
“Ella está triste”, explicó el niño de siete años que estaba junto a ella.
“Está bien”, dijo la psicóloga. “Está bien estar triste”.
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