Coronavirus y miseria arrasa parque de casas rodantes

Tribune Content Agency

THERMAL, California — Incluso antes de que el coronavirus atacara, el Parque de Casas Móviles Oasis era como un paciente con problemas de salud subyacentes. Remolques decrépitos. Montones de basura. Arsénico en el agua.

Así que cuando el brote se extendió por el sur de California, al paciente no le quedó ninguna esperanza.

El dueño del parque en Thermal debía proveer agua embotellada para los mil 900 residentes para beber y cocinar. Pero el pánico provocado por el virus hizo que el preciado producto fuera difícil de encontrar.

Lo mismo ocurrió con los trabajos agrícolas, ya que los empleadores agrícolas redujeron el tamaño de sus cuadrillas en un esfuerzo por mantener a los trabajadores a una distancia segura y debido a la disminución de la demanda de productos.

A lo largo del Valle de Coachella, la pandemia del coronavirus solo ha amplificado la lucha diaria de la abrumadora mayoría de los inmigrantes y obreros que llaman a este lugar su hogar. Los trabajadores agrícolas están perdiendo sus empleos. La demanda de asistencia alimentaria casi se ha triplicado.

El último cheque de pago de Esperanza Sánchez (un poco más de 100 dólares por cosechar cebollas hace un mes) no cubrirá su renta de 575 dólares, y mucho menos le dejará algo para vivir. En abril, decidió que no tenía otra opción más que no pagar su renta.

“¿Cómo le voy a hacer?”, preguntó la mujer de 61 años. Una lágrima recorrió su rostro cansado, mojando el pañuelo descolorido que usaba para protegerse del virus.

El lunes por la mañana, Sánchez, vestida en piyama, empujaba una botella de agua de cinco galones en una carriola rosa de Minnie Mouse desde un camión cisterna en la avenida 70th hasta su casa en el Parque de Casas Móviles Oasis, donde ha vivido durante los últimos 22 años.

La usaría para bañar a su nieta y para hacer masa para las tortillas.

Era limpia, libre de toxinas, a diferencia de lo que fluye de los grifos de su viejo remolque rojo y blanco, que se encuentra en tierra tribal de Torres Martínez. El año pasado, la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos encontró una contaminación por arsénico hasta 10 veces superior al límite permitido en el agua que los residentes habían estado usando.

Aunque el parque no está conectado con el Distrito de Agua del Valle de Coachella (CVWD, por su sigla en inglés), el distrito ha puesto temporalmente un camión cisterna de agua cerca de las casas móviles, financiada con ingresos no tarifarios.

Es una pequeña forma de ayudar a los trabajadores agrícolas que viven aquí, muchos de los cuales (como otros en todo el estado) son indocumentados, carecen de seguro médico y no califican para el seguro de desempleo o el alivio federal para el COVID-19.

“Si de por sí ya están mal”, dijo Castulo Estrada, vicepresidente de la junta del CVWD, “pero esta gente tiene que venir a diario a vivir en un área donde no pueden ni siquiera tener acceso a agua limpia”.

En tiempos normales, Sánchez habría salido antes de las seis de la mañana, dirigiéndose a trabajar en los campos cercanos a Thermal. Pero, en su lugar, llevaba la carriola (que chirriaba bajo el peso del agua) por el camino de tierra que lleva a su casa, navegando entre las heces dejadas por los perros callejeros que deambulan por el parque.

Como Sánchez, otros residentes estaban en casa un día enque deberían estar trabajando.

Gabriela Reynaga, que se crió en este parque de casas móviles, llevó a sus tres hijos más allá del Mercado La Chicanita y cruzó la calle para tomar un autobús hacia Indio. Ella ha estado trabajando dos días a la semana, si acaso, cortando vegetales que son enviados a Nueva York. Pero todo está cerrado, dijo, lo que significa menos productos agrícolas y menos empleos.

El servicio móvil no es muy bueno, así que sus hijos de 11, 13 y 17 años pasan apuros para hacer sus tareas. Incluso antes del brote de coronavirus, el dinero para pagar el acceso a Internet era escaso; ahora, sin ingresos, poder pagar para mantener a sus hijos conectados al mundo exterior se ha vuelto aún más difícil.

Los trabajadores agrícolas de California ganan un promedio de 26 mil dólares al año, según la Oficina de Estadísticas Laborales de Estados Unidos. En las comunidades de trabajadores agrícolas de Mecca, Thermal, Oasis y North Shore, más de un tercio vive por debajo del umbral de pobreza, según los datos del censo.

En Mecca, el Centro Galilea, sin fines de lucro, ha proporcionado durante mucho tiempo alimentos, ropa y artículos básicos a las familias, incluyendo a los trabajadores agrícolas. En el último mes, el centro ha visto un tremendo aumento en la demanda.

El número de los que se presentan los jueves para la jornada alimentaria del centro ha saltado de unos 250 a 700. En una semana reciente, la fila de autos se extendía por lo menos tres millas.

“Era demasiada gente”, señaló Gloria Gómez, cofundadora del Centro Galilea. “Tuvimos que detenernos en cierto momento; no podíamos hacer más”.

El viernes pasado, el personal llevó 60 comidas al Parque de Casas Móviles Oasis. En menos de 10 minutos, las comidas se habían acabado.

La demanda de bienes necesarios para los ancianos, como ropa interior Depend y bebidas nutricionales Ensure, ha subido un 50 por ciento, expuso Gómez. Mientras tanto, agregó, típicamente solo un puñado de personas cada mes solicitan ayuda para el pago de su renta; dos semanas después de abril, la organización había recibido 30 solicitudes.

Con esa ayuda, María Corrales pudo pagar la renta de su casa en Mecca. Desde 2018, la madre soltera había trabajado en una planta de empaquetado de dátiles desde las seis de la mañana y terminando a tiempo para recoger a sus tres hijos de la escuela por la tarde.

Luego, las escuelas cerraron debido a la pandemia. Inscribió a sus hijos de 12, nueve y siete años en la guardería, pero el 16 de marzo, también cerró.

Debido a la situación por el COVID-19, señaló en una carta el dueño de la guardería, la instalación no abriría “hasta que el sector de la salud indique que la comunidad es segura”.

“Disculpen las molestias”, decía la carta.

Corrales no quería dejar a sus hijos solos en casa, así que tomó la difícil decisión de dejar de trabajar. Su último cheque de pago ascendió a unos 185 dólares por dos días de trabajo.

Sabe que lo mismo le ocurre a otros en la zona. Antes, no todos iban a las distribuciones de alimentos, pero ahora hay filas en todas partes. Su familia ha esperado tres horas y media en una iglesia por comida.

De los cinco hermanos de Corrales que viven en la zona, solo uno sigue trabajando, aunque con solo un par de trabajos de construcción por semana.

Otro hermano, capataz en los campos de chile, le dijo a Corrales que la cosecha comenzaría pronto, pero se le había ordenado que reclutara menos trabajadores de lo habitual para mantener el distanciamiento social.

“No habrá mucho trabajo”, advirtió Corrales.

En el Refugio de Nuestra Señora de Guadalupe, que es administrado por el Centro Galilea, María Canales sacó la basura en una mañana reciente, el pañuelo azul alrededor de su cara ondeando con cada exhalación.

Canales, una trabajadora agrícola, había planeado irse al norte de California a principios de este año para trabajar, pero había mucha “enfermedad” allí. Asustada, la mujer de 66 años decidió quedarse, sabiendo que corre un alto riesgo de contraer el coronavirus.

Se ha mantenido ocupada en el refugio de Mecca mientras espera un trabajo. Pero cada vez que llama, un capataz le dice: “Estamos completos”.

Debido a la falta de trabajo, el refugio renunció a su cuota diaria de tres dólares y permitió a los trabajadores agrícolas permanecer allí durante todo el día para su protección. El personal registra sus temperaturas y mantiene sus catres a una distancia segura.

Solo una vez tuvieron que usar la gris e improvisada habitación de aislamiento, para un trabajador agrícola que tosía.

Canales ha visto cómo otros trabajadores del refugio regresaban a México, cansados de esperar o asustados por el virus. Los que se quedaron no habían trabajado en al menos un mes, pasando el tiempo jugando a las cartas, escuchando música e intercambiando historias, con sus voces amortiguadas por los cubrebocas.

A menudo, se preocupan por sus familiares en México, que esperan apoyo financiero ya que también están refugiados en sus hogares.

Lo mismo ocurre en toda California. En algunos casos, los agricultores han estado destruyendo sus cultivos porque los distribuidores no compran en medio de los cierres. Como resultado, los trabajadores agrícolas están siendo despedidos anticipadamente.

“Vamos a quedarnos aquí hasta que trabajemos”, aseveró Javier González, mientras estaba sentado con otros tres hombres fuera del refugio, con cuidado de mantener una distancia entre sus cuerpos. El hombre de 47 años tiene cuatro hijos en México en los que pensar

“Necesitamos ganar dinero”.

En el Parque de Casas Móviles Oasis, el calor del desierto pesaba mucho, como una manta. Una ligera brisa casi no proporcionaba alivio, pero levantaba polvo a lo largo de los caminos de tierra y ondulaba las faldas, pantalones y camisas colgados en los tendederos de los patios delanteros.

La letra del cantautor mexicano Junior H se filtraba desde una casa rodante ubicada detrás de una valla de alambre.

Sánchez se sentó en su destartalado porche, debajo de un cartel de “Feliz Cumpleaños” de Minnie Mouse y más de una docena de globos rosas. La familia había celebrado el primer cumpleaños de Elida Paz con una piñata y un pequeño pastel.

Ya había sido un año duro para la familia, relató, mientras apoyaba su pequeño cuerpo contra su remolque. Hace un mes, el marido de Sánchez murió de una hemorragia cerebral. Ahora, ella luchaba por encontrar trabajo, y sus hijos se preocupan de que salga por el riesgo.

Con el reciente anuncio del Gobernador Gavin Newsom de un esfuerzo de ayuda de 125 millones de dólares para ayudar a los californianos sin estatus legal de inmigración, Sánchez esperaba que su carga se aligerara.

Pero si nada cambia, dijo Sánchez, harán lo que siempre han hecho: seguir luchando.

Visit the Los Angeles Times at www.latimes.com