Cómo una cita en un hospital infantil condujo a 20 casos de coronavirus

Tribune Content Agency

FILADELFIA — El bebé nació el 8 de febrero, con ojos azules y cabello rubio. Angelina y Joseph McCreary habían estado tan ansiosos por el embarazo que habían esperado casi 20 semanas para decírselo a sus familias. Pero ahora el bebé Joe estaba aquí, y no solo sano, sino con un peso de nueve libras.

Solo había una cosa, dijo el doctor a la pareja de Collegeville, Pensilvania: El bebé Joe tenía un ligero soplo en el corazón. Probablemente no era nada, pero, para estar seguros, el doctor aconsejó a Joe y Angelina que programaran una visita con un cardiólogo pediátrico.

Angelina, una nueva ama de casa después de años trabajando en un consultorio dental, se dedicó a buscar el mejor médico para que examinara a su bebé. Joe, un agente del Departamento de Policía de Lower Providence, se tomó el día libre para la cita.

El lunes 2 de marzo, se detuvieron en el estacionamiento de la sede King of Prusia del Hospital Infantil de Filadelfia (CHOP, por su sigla en inglés). “No toquen nada”, le advirtió Angelina a su marido y a su hija de dos años. Le preocupaba la influenza.

En lo que se ha convertido en un conocido capítulo inicial de COVID-19 en Filadelfia, un cardiólogo de esa oficina vio a 24 pacientes durante cuatro días después de viajar a un país donde el coronavirus ya circulaba. Para cuando el doctor fue hospitalizado una semana después, las escuelas de seis distritos tuvieron que cerrar para ser limpiadas, y el virus se estaba propagando por toda la región.

Un vocero de CHOP dijo que el médico no estaba obligado a ponerse bajo autocuarentena después de su viaje al extranjero porque los Centros para el Control de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés) no habían designado el país que visitó como de “Nivel 3”, o de alerta alta, para el virus. Los McCrearys encontrarían más tarde una foto en Facebook del cardiólogo en Egipto. CHOP se ha negado a confirmar la identidad del médico; una carta dejada por The Inquirer en su casa no fue respondida.

Ahora, con miles de infectados o muertos, y muchos más temerosos de salir de sus casas, la enfermedad está impresa en cada rincón de nuestras mentes. Pero cuando los McCrearys llevaron a su bebé al CHOP, no había casos confirmados de COVID-19 en Pensilvania.

No tenían ni idea de que podían infectarse, y mucho menos pasar cinco días en cuidados intensivos, o que sin querer propagarían el virus a por lo menos 20 de sus amigos y familiares en varias comunidades y condados.

Esperando para ver al doctor en CHOP ese lunes, todo lo que Joe y Angelina sabían era que el niño por el que habían estado tan ansiosos estaba casi fuera de peligro.

El cardiólogo se presentó.

Joe estrechó su mano.

Hay muchos elementos aterradores del coronavirus, desde las fiebres altas y las sirenas de las ambulancias hasta los tubos de intubación y las morgues llenas. Pero igual de aterrador, según los científicos, es lo invisible que es el virus. Los síntomas, en promedio, tardan de cinco a siete días en aparecer. Algunas personas nunca se sienten enfermas, pero son contagiosas de todos modos.

“Estamos aprendiendo que el sigilo en forma de transmisión asintomática es el poder secreto de este adversario”, ha dicho el cirujano general de la Armada de Estados Unidos.

Tres días después de la cita del bebé, Joe fue ascendido a cabo.

Hubo una breve ceremonia después del Juramento de Lealtad en la reunión mensual de la Junta de Supervisores del Distrito de Lower Providence. Joe se puso en posición de firmes mientras su jefe bromaba con que su compañero K9 era “el cerebro de la operación”.

El jefe llamó a Angelina para que se acercara al frente y le pusiera la nueva insignia a su marido. Le entregó el bebé al padre de Joe.

Como supervisor de mantenimiento de la Correccional George W. Hill, una prisión del Condado de Delaware, Joe padre estaba a un mes de cumplir 65 años. Le gustaba bromear con que Joe, de 35 años, era un chico testarudo que le había sorprendido al haberse convertido en policía. En realidad, Joe lo traía en la sangre.

Su abuelo fue agente, dos de sus primos son policías en el Condado de Montgomery, y otro primo iba a prestar juramento en Virginia. Joe creció cerca de Havertown y, en 2008, se graduó en la Academia de Policía Municipal del Condado de Delaware. Trabajó como sargento en la prisión y como agente de medio tiempo para varios departamentos locales antes de unirse a Lower Providence en 2015. Le gustaba ayudar a la comunidad, estar en la primera fila de las cosas.

Le había llevado cuatro horas, pero Angelina preparó a su recién nacido y a sus hijas de dos y cinco años para la ceremonia de ascenso. A las niñas les encantaba treparse en su padre, y estaban emocionadas “de que papá recibiera un nuevo pin”, comentó Angelina.

Ahora ella posó para una foto con su marido. Joe estrechó la mano de sus compañeros. Luego subió al estrado y dio la mano a cada miembro de la Junta de Supervisores.

Después de la ceremonia, Angelina llevó a las niñas a tomar helado mientras Joe fue a Eagleville Tavern a tomar unas copas con su padre y dos primos (uno es detective del Condado de Montgomery, otro es ayudante del alguacil). Cuando volvieron a casa a las 11 p.m., los niños estaban dormidos. El padre de Joe decidió pasar la noche con ellos.

Desde hacía unos días, Joe había tenido una pequeña tos. Pensó que se iba a resfriar. Pero esa noche, se despertó con un sudor frío. Se sintió inestable cuando subió a tomar una ducha para entrar en calor. Angelina le tomó la temperatura: 103 grados. Ella pensó: “Se contagió de influenza en el CHOP”.

Al día siguiente, el padre de Joe se dirigió a trabajar en la prisión. Joe fue a un centro de urgencias en el Distrito de Limerick. Les informó que le dolían las piernas y los brazos, que tenía fiebre y que le costaba respirar.

La médico de urgencias le recetó Tamiflu. Era viernes por la tarde. “Mientras no tengas fiebre el domingo”, le dijo a Joe, “puedes volver al trabajo”.

El domingo por la mañana, Joe se reunió con su escuadrón para desayunar en un Homewood Suites.

Su fiebre había bajado durante el fin de semana, y estaba emocionado de volver al trabajo. De los 30 oficiales del Distrito de Lower Providence, una docena habían acudido a su ceremonia de ascenso. Algunos de ellos habían recibido reconocimientos. Otro agente había sido ascendido a sargento, y había asisitido con su esposa y su hija de dos años.

Después del desayuno, Joe recibió una llamada: Alguien había llamado por una amenaza de bomba a Arbour Square, una residencia de ancianos en West Chester. Joe y su compañero K-9 se especializaron en la detección de explosivos. Se dirigió a la escena.

Los 150 residentes de la comunidad de jubilados habían sido evacuados para cuando Joe llegó. Trabajó con agentes del Departamento de Policía de West Goshen, así como con los líderes de Arbour Square, para inspeccionar la instalación. Después de dos o tres horas, la despejaron, y Joe volvió a Lower Providence.

Cuando llegó a casa ese día, a Joe de nuevo le dolía la cabeza. Le dijo a Angelina: “Algo no está bien”. Preocupada por el bebé, le dio a su marido una manta y una almohada y le dijo a Joe que se quedara en otra habitación. Toda la noche le dolieron los músculos. Subió la calefacción de la casa a 80 grados, pero aún así temblaba.

Joe durmió gran parte del día siguiente. Era lunes, 9 de marzo, y tenía el día libre. Angelina se llevó al bebé y a sus hijas a jugar afuera con los hijos del vecino. Las niñas hicieron dibujos en la acera con tiza.

Como esposa de un agente de policía, Angelina siempre tenía su teléfono cerca, incluso con Joe en casa y dormido. Ahora lo escuchaba vibrar en el banco frente a su casa, mientras veía a las niñas jugar en el callejón sin salida.

Después de su cita en el CHOP, Angelina recibió correos electrónicos y llamadas telefónicas pidiéndole que evaluara su experiencia; era típico, dijo, de lo que sucedía cada vez que llevaba a los niños a un nuevo consultorio médico.

Pero cuando la mañana se convirtió en la tarde, las llamadas empezaron a llegar cada 15 minutos. Ahora todas las llamadas eran de números diferentes, y también estaban dejando mensajes de voz:

“Llamo del Hospital Infantil de Filadelfia, departamento de prevención y control de infecciones. Este mensaje es para los padres de Joseph McCreary. Tenemos un mensaje urgente que compartir con ustedes.”

Angelina se asustó.

Mientras las niñas jugaban, Angelina había estado hablando con Adam Sharrer, que vive en la esquina con su esposa, Becky.

Las familias habían sido cercanas desde que los McCrearys se mudaron al vecindario hace cuatro años. Tenían mucho en común. Adam trabajaba como agente de correccional en el Condado de Montgomery, y su hijo estaba en el jardín de niños con la hija mayor de los McCreary.

Apenas había habido un día en la última semana en el que sus hijos no hubieran jugado juntos al aire libre. Cuando hacía mal clima, se turnaban para organizar la cena. Los Sharrer habían acudido esa semana a jugar con el bebé Joe, llevándole un sonajero azul, un alivio a las cosas usadas de sus hermanas.

Angelina llamó a su marido para que saliera, y puso el teléfono en altavoz mientras contactaba al CHOP. “¿Son ustedes los padres de Joseph McCreary?”, preguntó la voz en el callejón sin salida. “Sí”, respondieron.

“Tenemos que informarles que estuvieron expuestos a un médico que dio positivo en la prueba de coronavirus.”

Quien llamaba del CHOP les dijo a Angelina y Joe que necesitaban reunir a sus hijos, entrar en la casa y quedarse allí durante 14 días. Adam, su vecino, les preguntó qué se suponía que debía hacer. El funcionario del CHOP le dijo que se alejara de los McCrearys inmediatamente.

“En ese momento”, dijo Joe, “supe que no iba a ser bueno para mí”.

No había pensado en el coronavirus, ni siquiera sabía cuáles eran los síntomas. Pero de repente todo encajó. Había perdido el sentido del gusto hacía unos días. ¿Cuándo había sucedido eso con la gripe? Llamó a su jefe, esa noche. En el Hospital de Phoenixville, enfermeras introdujeron un hisopo dentro de la nariz de Joe para hacerle la prueba de detección del coronavirus.

Angelina tomaba las llamadas que llegaban cada hora del Departamento de Salud del Condado de Montgomery. Estaban empezando lo que llamaban “el proceso de rastreo”. Le preguntaron a Angelina: ¿Con quién estuvo en contacto esta semana? ¿Adónde fueron? ¿Qué hicieron?

A Joe le ordenaron que se fuera a casa y se quedara solo en una habitación. Al día siguiente, comenzó a sentirse peor que nunca. “Mi cuerpo estaba desconectado, de pies a cabeza”, describió. “Y fue entonces cuando me caí”.

Angelina lo tenía apoyado en el sofá, tratando de tomarle la temperatura, cuando Joe se deslizó hacia el suelo. Ella llamó a una ambulancia. Cuando los paramédicos llegaron, Joe no pudo decirles su nombre. Lo pusieron en una camilla y le dijeron a Angelina que no podía ir al hospital.

Se quedó en la calle mientras la ambulancia se alejaba.

En el Hospital de Phoenixville, cuando los médicos y las enfermeras comenzaron a pincharle la piel con las vías intravenosas, Joe recibió una llamada del Departamento de Salud del Condado: Había dado positivo para coronavirus.

En la unidad de cuidados intensivos, los médicos le pusieron oxígeno a Joe. Tenía neumonía y una infección bacteriana en la sangre. Una enfermera le preguntó si quería hablar con un capellán.

Durmió durante días en el hospital, despertando para hacerse preguntas sobre su familia. ¿Estaba todo listo en caso de que él no volviera con ellos? ¿Dónde irían las niñas a la escuela? ¿Tendrían dinero para la universidad? ¿Y qué pasaría con el niño?

Mientras tanto, todos aquellos cuya vida había chocado con la suya recibían una llamada del Departamento de Salud del Condado de Montgomery.

Su padre, Joe padre, se hizo la prueba el 11 de marzo. Angelina se hizo la prueba el 12. El jefe de policía de Lower Providence recibió pruebas para toda la fuerza policial.

Cuatro agentes del Departamento de Policía de West Goshen que habían trabajado en la amenaza de bomba de Arbour Square con Joe entraron en cuarentena. “Si alguno de mis agentes se hubiera infectado, nos habría clausurado”, dijo el jefe Joseph Gleason. “Pero ninguno de ellos se contagió. Fuimos muy afortunados en ese sentido”.

Cuatro miembros del personal de Arbour Square (el director ejecutivo, el supervisor de mantenimiento, el director de la oficina comercial y el conserje) tuvieron que estar en cuarentena durante 14 días.

Adam, el vecino, fue sometido a pruebas la misma noche que Joe se fue en una ambulancia. Se puso en cuarentena con Becky y los niños, a la espera de los resultados.

Antes de que descubrieran que Joe tenía el virus, Adam se había reportado a trabajar cada día, al igual que Becky, una maestra de educación especial en una escuela primaria local. Su hija había ido a la guardería y su hijo a un programa en el Y. “Eso nos asustó”, confesó Becky, “toda la gente a la que pudimos afectar fue algo inquietante. …Nos afectó mucho, sin duda.

“No te das cuenta con cuánta gente estás en contacto hasta que piensas en ello”, agregó.

Tres días después, el 13 de marzo, Adam recibió la llamada: Dio negativo para coronavirus. “Fue un gran suspiro de alivio para mucha gente”, aseveró.

Joe padre también recibió una llamada ese día. Pero fue positivo.

El hombre de 64 años se había sentido enfermo por unos días, pero pensó que se estaba recuperando. Al día siguiente, trató de caminar desde su habitación hasta el baño, y jadeó en busca de aire. Fue admitido en el Centro Médico Crozer-Chester el 17 de marzo.

Al menos 10 agentes de Lower Providence dieron positivo para el coronavirus. La hija de dos años del oficial que fue ascendido junto con Joe dio positivo. Los trabajadores del tribunal de distrito de Lower Providence, a quienes Joe había visto la mañana de su ceremonia de promoción, también dieron positivo.

En la prisión del Condado Delaware donde Joe padre trabajaba, los colegas que habían estado en reuniones con él dieron positivo. Los reclusos que habían trabajado para él también.

Los primos de Joe, los que habían venido a su ceremonia de ascenso y lo celebraron con cervezas después, dieron positivo.

Y luego también Angelina.

Ella tiene un historial de asma, y comenzó a tener problemas para respirar. Sola con tres niños y un bebé, caminaba por su casa con un cubrebocas para protegerlos, preguntándose qué hacer.

Llamó a su médico de cabecera y le explicó: “No puedo terminar en el hospital”, afirmó. Con Flonase y un inhalador, dice que “la maternidad le dio fuerzas”.

“Fue una de las experiencias más difíciles, la mayor ansiedad, la mayor preocupación”, reveló. “Pero al mismo tiempo, todas las madres estarán de acuerdo, le echas ganas. No hay tiempo para estar enferma. No hay tiempo para preocuparse. Simplemente tienes que cuidar de tus hijos, tienes que averiguar qué pasa con tu marido. Solo sigues adelante”.

Cinco días después de que Joe se fuera de casa en una ambulancia, llamó a su esposa. ¿Podría ella recogerlo del hospital?

Joe todavía estaba enfermo con COVID-19. Pero respiraba por sí mismo otra vez, y su neumonía e infección sanguínea estaban desapareciendo. Los doctores le informaron que su cuerpo podría combatir el resto de la enfermedad por sí solo. Trajeron un andador, le dijeron que viera si podía moverse.

Joe miró fijamente al andador. Solía poder levantar 315 libras, ponerse tenis de neón-naranja y correr por millas, pero ahora pedía un bastón.

En casa, tenía que permanecer en cuarentena lejos de sus hijos. Las niñas preguntaban por qué no podían trepar en su papá. Angelina tiró todo lo que su marido había usado o tocado antes de que se fuera al hospital. Enrolló los tapetes.

Angelina siguió llamando a Crozer-Chester, hasta que el padre de Joe volvió a casa del hospital una semana después, con 20 libras menos. “Me llevó un par de días recuperar la cabeza”, comentó Joe padre. “Todo ese aislamiento no es bueno para la gente”.

Sesenta y cuatro personas, 22 reclusos y 42 empleados, han contraído el coronavirus en la prisión del Condado de Delaware, aunque con el virus tan extendido, es probable que no todos lo hayan contraído a través de Joe padre.

Pasaron tres semanas más hasta que regresó al trabajo, y otras dos antes de que se sintiera bien otra vez, dijo. No ha podido cargar a su nieto desde la noche en que volvió del hospital.

“Y el hecho de que lleve mi nombre y no pueda verlo”, mencionó Joe padre. “Eso realmente me molesta”.

Angelina estaba cambiando el pañal del bebé Joe el 2 de abril cuando alguien llamó a la puerta. Ella saltó. Había pasado exactamente un mes desde la cita en el CHOP, y durante tres semanas, había estado en cuarentena, sin que nadie viniera a la puerta.

Cuando miró por la ventana, vio a un repartidor de UPS caminando hacia su vehículo. Abrió el sobre que él había dejado en la mesa del porche. Era del CHOP.

Firmada por Douglas Hock, vicepresidente ejecutivo y director de operaciones, la carta decía que CHOP estaba al tanto “de que usted y los miembros de su hogar debieron ponerse en cuarentena durante 14 días después de su visita a nuestra sede King of Prusia”.

“Queremos que sepan que reconocemos los inconvenientes y las potenciales dificultades causadas por esta situación”, escribió Hock, “y queremos ayudar a aliviar la carga de su familia proporcionando un cheque adjunto del CHOP por 2 mil 500 dólares”.

Y ahí estaba, un cheque girado a los McCreary. Angelina despertó a Joe, que dormía arriba. “Empecé a leer la carta”, relató. “Y es como una carta de disculpas”. Miró el cheque y pensó: “¿Por qué recibimos esto?”

Joe recordó su cita en el CHOP el mes anterior. Cuando se registró con la recepcionista, ella le preguntó si la familia o alguien con quien habían estado en contacto había viajado al extranjero. “Desearía haber preguntado, ‘¿y qué tal el doctor que vamos a ver?'”

Una vocera del CHOP dijo que enviaron los cheques y las cartas a unas dos docenas de familias, el mismo número de pacientes que vieron al cardiólogo infectado en la primera semana de marzo. “Elegimos una cantidad que esperábamos fuera significativa y útil para las familias”, comentó.

“El bienestar de las familias a nuestro cargo es nuestra mayor prioridad”, decía la carta.

Y esa es la ironía de todo esto, piensa Joe ahora, todavía sin aliento mientras intenta subir las escaleras. Contrajeron el virus en la consulta del médico, tratando de asegurarse de que su hijo estaba sano. Ahora el bebé Joe tiene seis semanas, y su padre ha estado en cuarentena lejos de él durante la mitad de su vida.

Estaba tan emocionado por su hijo, el cuarto Joseph McCreary en la línea. Siendo recién nacido, el bebé dormía sobre el pecho de Joe.

Pero cuando la tos de Joe finalmente cedió a mediados de abril, y Angelina le dejó abrazar a su hijo de nuevo, el bebé Joe ya no reconoció a su padre. Gritó.

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