Empezó con un dolor de cabeza a finales de marzo. Luego vinieron los dolores corporales.
Al principio, el médico de Shalondra Rollins pensó que era influenza. El 7 de abril, tres días después de que finalmente le diagnosticaran COVID-19, la asistente educativa de 38 años le dijo a su madre que sentía que se quedaba sin aliento. En un lapso de una hora, estaba en una ambulancia, consciente pero luchando por respirar, con destino a un hospital en Jackson, Misisipí.
Una hora más tarde, había fallecido.
“Ni en un millón de años pensé que recibiría una llamada informándome que había muerto”, relató su madre, Cassandra Rollins, de 55 años. “Quiero que el mundo sepa que no es solo un número en una estadística. Era una persona maravillosa. Era amada”.
Shalondra Rollins, madre de dos hijos, tenía una serie de factores que la ponían en mayor riesgo de morir por COVID-19. Al igual que su madre, tenía diabetes, era afroamericana con un trabajo de bajo salario.
Y vivía en Misisipí, cuya población está entre las más insalubres del país.
Fue una de las 193 residentes de Misisipí que han muerto por COVID-19, y una de las casi cuatro mil 900 con enfermedades confirmadas.
Los médicos saben que las personas con condiciones de salud subyacentes (como el 40 por ciento de los estadounidenses que viven con diabetes, hipertensión, asma y otras enfermedades crónicas) son más vulnerables al COVID-19. También lo son los pacientes sin acceso a cuidados intensivos o respiradores mecánicos.
Sin embargo, algunos expertos en salud pública sostienen que las condiciones sociales y económicas, ignoradas durante mucho tiempo por los líderes gubernamentales, los formuladores de políticas y el público, son indicadores aún más poderosos de quiénes sobrevivirán a la pandemia. Una mezcla tóxica de desventajas raciales, financieras y geográficas puede resultar mortal.
“La mayoría de las epidemias son misiles teledirigidos que atacan a los pobres, los desposeídos y los que tienen problemas de salud subyacentes”, dijo el doctor Thomas Frieden, ex director de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés).
Los funcionarios federales de salud saben desde hace casi una década cuáles son las comunidades que tienen más probabilidades de sufrir pérdidas devastadoras (tanto de vidas como de empleos) durante un brote de enfermedad u otro desastre importante. En 2011, los CDC crearon el Índice de Vulnerabilidad Social para calificar a todos los condados de la nación con base en factores como la pobreza, la vivienda y el acceso a vías que predicen su capacidad para prepararse, hacer frente y recuperarse de los desastres.
Sin embargo, el país no ha respondido a las señales de alerta de que estas comunidades (en las que la gente ya vive más enferma y muere más joven que en las zonas más prósperas) podrían ser devastadas por una pandemia, comentó el doctor Otis Brawley, profesor de la Universidad Johns Hopkins.
“Esto es un fracaso de la sociedad estadounidense para cuidar de los estadounidenses que más necesitan ayuda”, señaló Brawley. Aunque los condados vulnerables están dispersos por todo el país, se concentran en el sur, en un cinturón de privaciones que se extiende desde la costa de Carolina del Norte hasta la frontera con México y los desiertos del suroeste.
Algunas de las comunidades más vulnerables se encuentran en Misisipí, que cuenta con la tasa de pobreza más alta de todos los estados; las reservas indígenas de Nuevo México, el segundo estado más pobre, donde miles de hogares carecen de agua corriente; y ciudades como Memphis, Tennessee, un punto candente para el asma que recientemente se clasificó entre las 15 áreas metropolitanas más bajas en cuanto a ofrecer viviendas seguras y habitables a sus residentes.
Los primeros casos de COVID-19 en Estados Unidos se detectaron en áreas metropolitanas; y los hispanos y afroamericanos constituyen un número desproporcionado de muertes en la Ciudad de Nueva York. Los brotes ahora están emergiendo en comunidades rurales, en el sur y en el medio oeste superior. Tanto las áreas de Nueva Orleans como de Albany, Georgia, tienen tasas de infección superiores al uno por ciento de sus poblaciones. Más de mil 600 personas han sido diagnosticadas con COVID-19 en Sioux Falls, Dakota del Sur, hogar de una planta empacadora de carne que emplea a inmigrantes y refugiados de todo el mundo.
Que los pacientes con COVID-19 vivan o mueran probablemente depende más de su salud inicial que de si tienen acceso a una cama de cuidados intensivos, recalcó Brawley. Algunos hospitales informan que solo alrededor del 20 por ciento de los pacientes de COVID-19 con respiradores sobreviven.
Muchos expertos en salud pública temen que el COVID-19 siga la misma trayectoria que el VIH y el SIDA, que comenzó como una enfermedad de las grandes ciudades costeras (Nueva York, Los Ángeles y San Francisco) pero que se afianzó rápidamente en la comunidad afroamericana y en el sur, que se considera el epicentro del brote de VIH/SIDA de la nación en la actualidad.
Al igual que el VIH y el SIDA, los primeros casos de COVID-19 en Estados Unidos fueron diagnosticados en “personas de la alta sociedad y personas que viajaron a Europa y otros lugares”, dijo el doctor Carlos del Río, profesor de enfermedades infecciosas de la Escuela de Salud Pública Rollins de la Universidad de Emory. “A medida que se asienta en Estados Unidos, (el COVID-19) está ahora impactando desproporcionadamente a las poblaciones minoritarias, al igual que lo hizo el VIH”.
MISISIPÍ: EL LEGADO DE LA SEGREGACIÓN
Uno de cada cinco residentes de Misisipí vive en la pobreza.
También se encuentra en el corazón del “Cinturón de Accidentes Cerebrovasculares”, un grupo de 11 estados del sur donde la obesidad, la hipertensión y el tabaquismo contribuyen a una elevada tasa de accidentes cerebrovasculares. Los afroamericanos constituyen el 38 por ciento de la población del estado (pero más de la mitad de las infecciones por COVID-19 en las que se conoce la raza). También representan casi dos tercios de las muertes por coronavirus, según el Departamento de Salud del Estado.
Las condiciones médicas y socioeconómicas ponen a los habitantes de Misisipí en mayor riesgo de contraer COVID-19 de varias maneras, aseveró Frieden, ahora director ejecutivo de Resolve to Save Lives, una iniciativa global de salud pública.
Las personas en comunidades de bajos ingresos o de minorías tienen más probabilidades de trabajar en empleos que los exponen al virus (en fábricas o tiendas de comestibles y en el transporte público, por ejemplo). Es menos probable que cuenten con un permiso de descanso por enfermedad con salario pagado y más probable que vivan en viviendas atestadas. Tienen altas tasas de enfermedades crónicas, también cuentan con menos acceso a la atención médica, especialmente a los servicios preventivos de rutina. Misisipí es uno de los 14 estados que no han ampliado el Medicaid.
“Si tienen condiciones crónicas como hipertensión o diabetes”, continuó Frieden, “el sistema de salud no les funcionará tan bien y es menos probable que tengan sus padecimientos bajo control”.
Las comunidades minoritarias sufren el legado de la segregación, que ha atrapado a generaciones en una espiral económica descendente, dijo el doctor Steven Woolf, profesor de la Virginia Commonwealth University en Richmond.
“El hecho de que los afroamericanos sean más propensos a morir de enfermedades cardiacas no es una casualidad”, comentó Woolf. “El COVID-19 es un ejemplo muy fresco y vívido de un viejo problema”.
La investigación muestra que “el estrés, la desventaja económica, la privación económica no solo afecta a las personas que la experimentan, sino que se transmite de una generación a otra”, indicó Woolf.
Tonja Sesley-Baymon, presidenta y directora ejecutiva de Memphis Urban League, señaló que el distanciamiento social es un privilegio de los ricos. El simple hecho de ir a trabajar puede poner a la gente en riesgo si se sube al autobús. “Si tomas el transporte público, el distanciamiento social no es una opción para ti”, argumentó.
La doctora LouAnn Woodward, la principal ejecutiva del Centro Médico Universitario de Misisipí, ha tratado a muchas personas en la sala de emergencias cuyas crisis que amenazan sus vidas podrían haberse prevenido con cuidados de rutina. Ha visto a pacientes diabéticos con niveles de azúcar en la sangre lo suficientemente altos como para ponerlos en coma.
El seguro médico es sólo una parte del problema, dijo. Cuando Woodward le preguntó a una mujer por qué esperó tanto tiempo para buscar tratamiento para su tumor de mama, la mujer respondió: “Me acaban de dar un aventón”.
Cassandra Rollins, la menor de 11 hermanos, conoce las dificultades. Dos de sus hermanas fueron asesinadas. Ella ayudó a criar a sus hijos, que ya son adultos.
Crió a cuatro de sus propios hijos como madre soltera. Shalondra, la mayor, a menudo actuó como una segunda madre para su hermano 18 años más joven. Shalondra incluso asistía a las reuniones de padres y maestros de su hermano cuando su madre no podía salir del trabajo.
En septiembre, su hermano se suicidó a los 20 años.
Cuando su hija fue diagnosticada con COVID-19, Cassandra Rollins dijo: “Acabábamos de llegar a un punto en el que ya no llorábamos todos los días”.
LOS NAVAJO: LA SALUD SUFRE EN LOS DESIERTOS ALIMENTARIOS
El coronavirus está golpeando a las comunidades empobrecidas. Se han diagnosticado más de mil 200 casos de COVID-19 y 48 muertes en la Nación Navajo, la mayor reserva indígena del país, ubicada en 27 mil millas cuadradas en la unión de Arizona, Nuevo México y Utah.
Hay pocos hospitales en la región (un área del tamaño de Virginia Occidental), y la mayoría carece de unidades de cuidados intensivos.
Las comunidades que componen la Nación Navajo tienen las peores puntuaciones en el Índice de Vulnerabilidad Social de los CDC. El 39 por ciento de los residentes vive en la pobreza.
Con la escasez de viviendas adecuadas, muchos viven en casas modestas con hasta 10 personas bajo un mismo techo, dijo Jonathan Nez, presidente de la Nación Navajo. Eso puede dificultar la contención del virus.
“Somos gente social”, destacó Nez. “Cuidamos de nuestros mayores en casa”.
Los primeros residentes dieron positivo a mediados de marzo, y los casos se dispararon en semanas. En los ocho condados que comprenden las Naciones Navajo, Hopi y Zuni, mil 930 residentes han dado positivo y 79 han muerto. Eso es más casos por cada 100 mil residentes que en el área de Washington, D.C.
La Nación Navajo ha adoptado medidas agresivas para controlar el brote, incluyendo toques de queda de fin de semana impuestos por retenes y patrullajes.
Pero más del 30 por ciento de sus hogares carecen de inodoro o agua corriente, según el Proyecto de Agua Navajo, una organización sin fines de lucro que instala tuberías en los hogares. Los residentes a menudo conducen largas distancias para llenar los contenedores de agua, argumentó Nez.
Al no tener agua corriente, es difícil lavarse bien las manos para prevenir las infecciones de coronavirus.
Los pacientes navajos con diabetes han luchado durante mucho tiempo para limpiar sus infecciones cutáneas, añadió el doctor Valory Wangler, jefe médico de Rehoboth McKinley Christian Health Care Services en Gallup, Nuevo México.
Mantener un peso saludable en la reserva es un desafío, indicó Nez. Los residentes comúnmente pasan horas diarias viajando en auto hacia y desde el trabajo, dejando poco tiempo para hacer ejercicio o cocinar. Aunque la región tiene restaurantes de comida rápida, muchas menos tiendas venden frutas y verduras frescas, dijo, y añadió, “estamos en un desierto alimentario”.
MEMPHIS: LAS ENFERMEDADES INFANTILES COBRAN SU CUOTA
La mayoría de los niños con COVID-19 tienen un bajo riesgo de muerte. Pero muchos adultos abatidos por la enfermedad sufren los efectos a largo plazo de los daños que sufrieron en su infancia, como la exposición al plomo o el asma, expuso Brawley de Johns Hopkins.
Más de 208 mil hogares en Memphis presentan potenciales riesgos al plomo. El plomo (tóxico a cualquier nivel) puede causar daños cerebrales y conducir a hipertensión y a enfermedad renal, padecimientos que aumentan el riesgo de complicaciones en los pacientes con COVID-19.
El Condado de Shelby, que incluye a Memphis, es el hogar de 937 mil residentes, el 14 por ciento de la población del estado. Su carga de COVID-19 es muy grande, representando un cuarto de los casos y muertes en Tennessee. Donde se conoce la raza, la mayoría de los pacientes han sido afroamericanos.
El Centro Nacional para una Vivienda Saludable clasificó a Memphis como la peor área metropolitana para la vivienda en 2013, aunque su clasificación ha mejorado ligeramente desde entonces.
Memphis, con un parque de viviendas antiguas y una de las ciudades grandes más pobres de Estados Unidos, es un foco para el asma, que afecta hasta el 13.5 por ciento de sus niños. Los CDC han dicho que las personas con asma pueden tener un mayor riesgo de contraer COVID-19, aunque algunos hospitales no han visto mayores tasas de mortalidad en esta población.
Los afroamericanos tienen casi tres veces más probabilidades de morir de asma que los blancos, según la Oficina de Salud de las minorías de los Servicios Humanos y de Salud. Muchos niños desarrollan asma después de estar expuestos al humo del tabaco o a viviendas de mala calidad con ácaros del polvo, cucarachas, roedores y moho. Algunos sufren durante toda la vida.
Muchas personas pobres no pueden pagar los medicamentos para el asma y no tienen una fuente regular de atención médica para controlar su enfermedad, agregó el doctor Robin Womeodu, jefa médico del Hospital Universitario Metodista.
Los pacientes de asma a menudo atraviesan “una puerta giratoria para entrar y salir del departamento de emergencias”, con un mayor riesgo de muerte, presentó.
Los expertos en salud alegan que estos riesgos de salud podrían permanecer mucho tiempo después de que pase la pandemia.
“La pregunta es: ‘¿Valoramos todas las vidas por igual?’”, cuestionó el doctor James Hildreth, presidente y director ejecutivo de la Facultad de Medicina Meharry en Nashville, una universidad históricamente afroamericana. “Si lo hacemos, encontraremos una manera de abordar estas cosas”.
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