Médicos familiares en zonas rurales de EU abordan la crisis de la adicción y el dolor

Tribune Content Agency

La doctora Angela Gatzke-Plamann no comprendió la crisis de opiáceos de su comunidad hasta que un paciente desesperado llamó un viernes por la tarde de 2016.

“Estaba en una crisis completa porque estaba admitiendo que había perdido el control de su uso de opiáceos”, recordó Gatzke-Plamann.

El paciente había usado opiáceos durante varios años para lo que Gatzke-Plamann llamó “un padecimiento muy doloroso”. Pero un análisis de orina una semana antes había revelado también heroína y morfina en su sistema. Negó cualquier uso indebido ese día. Ahora no solo lo admitía, sino que pedía ayuda.

Gatzke-Plamann es la única médico familiar de tiempo completo en la localidad de Necedah, en el centro de Wisconsin, con una población de 916 habitantes. Quería ayudar, pero no tenía recursos que ofrecerle. Ella y el paciente comenzaron a buscar en internet mientras aún estaban al teléfono, tratando de encontrar algún lugar cercano que pudiera ayudar con el tratamiento de la adicción. No hubo suerte.

Se trataba de un paciente con familia y empleo que había caído en la adicción debido a los analgésicos recetados, pero el sistema de salud básico de la comunidad lo dejó solo para que buscara tratamiento; el cual encontró más tarde, a 65 millas de distancia. Si esa situación iba a cambiar en Necedah, dependía de Gatzke-Plamann.

“Ese fin de semana fui a casa y dije: ‘Tengo que hacer algo diferente'”, recordó.

En muchos sentidos, las comunidades rurales como Necedah se han convertido en el rostro de la epidemia de opiáceos de la nación. Las muertes por sobredosis de medicamentos son más comunes en relación con el tamaño de la población en las zonas rurales que en las urbanas. En medio de una declinación de las tasas de prescripción en todo el país desde 2012, los médicos rurales prescriben opiáceos con mayor frecuencia por mucho. Los estadounidenses que viven en zonas rurales tienen menos alternativas para tratar su verdadero dolor, y carecen de manera desproporcionada de acceso a medicamentos eficaces contra la adicción, como la buprenorfina.

Solía ser raro que los médicos de atención primaria fuera de las grandes ciudades asumieran los retos del mal uso de los opiáceos, según la doctora Erin Krebs, profesora de medicina de la Universidad de Minnesota que investiga el control del dolor crónico. Ahora, dijo Krebs, se está volviendo cada vez más común “por necesidad”.

“Tenemos mucha gente que necesita este tipo de cuidado, y lo necesitan donde están”, dijo Krebs.

Tanto el control del dolor como el tratamiento de la adicción son especialidades que requieren una formación avanzada que muchos médicos familiares no tienen. Los especialistas tienden a ejercer en pueblos y ciudades más grandes, comentó el doctor Alan Schwartzstein, orador ante el Congreso de Delegados de la Academia Estadounidense de Médicos de Familia, “así que no son tan accesibles”.

Para los médicos rurales, la carga de responder a la epidemia de opiáceos recae directamente sobre sus hombros ya abrumados. Y Gatzke-Plamann no tuvo duda de que quería estar a la altura del desafío.

Cuando Gatzke-Plamann llegó a Necedah en 2010, las recetas de opiáceos en Estados Unidos estaban en su apogeo. Ella estima que heredó de 25 a 30 pacientes con prescripciones mensuales de opiáceos. Pronto ella, como muchos de sus colegas en todo el país, notó un aumento en la sobredosis y el mal uso.

Alrededor de 2012, dejó de aceptar nuevos pacientes que usaban medicamentos opiáceos crónicos para concentrarse en los pacientes opiáceos actuales. Les retiró a muchos los opiáceos y dio seguimiento a cuántas pastillas recetaba para problemas agudos, como las cirugías. En lugar de prescribir por default un mes de pastillas para una paciente sometida a una cesárea, por ejemplo, ella podía recetar solo de tres a cinco pastillas.

“La mayoría de las veces esos pacientes realmente solo tienen ese dolor durante un par de días”, informó Gatzke-Plamann. “No necesitamos tener esos medicamentos para el dolor en los botiquines”.

Gatzke-Plamann ayudó a dar forma a la discusión más amplia de su comunidad sobre los opiáceos. Eso incluyó unirse a la coalición de prevención de abuso de sustancias del condado y educar a sus pares.

Hoy en día, el hospital al que Gatzke-Plamann está afiliada le envía un informe mensual de cuántos de sus pacientes tienen recetas de opiáceos. Varían cada mes, comentó, pero por lo general oscila entre siete y diez.

Para Michael Kruchten, residente de Necedah, de 62 años, el dolor crónico que sufre se debe a los tratamientos de quimioterapia y radioterapia que recibió para un cáncer pulmonar en 2011.

Kruchten está libre de cáncer ahora, pero los tratamientos le dejaron con daños permanentes y severos en los nervios de sus manos y pies.

“A veces es un ardor continuo”, detalló Kruchten. “A veces es como una fuerte punzada de dolor, y a veces es solo dolor, dolor, dolor”.

El dolor era tan fuerte que tuvo que dejar de trabajar en la planta de etanol de Necedah. Las tareas diarias se volvieron un reto. El dolor lo mantenía despierto por la noche, golpeando su almohada por la frustración.

Una razón por la que hay más recetas de opiáceos en las zonas rurales de Estados Unidos es que los civiles que viven en esas áreas reportan más dolor crónico. Las comunidades rurales se inclinan más hacia el envejecimiento, lo que significa que tratan de manera desproporcionada los padecimientos dolorosos relacionados con el envejecimiento, como la artritis. Las lesiones también parecen ser más comunes en las comunidades que dependen más de trabajos físicamente exigentes, como la minería y la tala de árboles.

Para los pacientes con dolor crónico como Kruchten, Gatzke-Plamann trata de evitar recetar opiáceos cuando puede, pero las alternativas son limitadas. Aunque la evidencia muestra que la fisioterapia, el ejercicio, la psicoterapia o alguna combinación de estas técnicas pueden ayudar a reducir la necesidad de opiáceos, no es fácil conseguir estos tratamientos. La terapia física más cercana está en Mauston, a 17 millas al sur. Tratamientos como la terapia cognitiva para el dolor requieren conducir hasta Madison, Marshfield o La Crosse, cada uno a una hora de distancia.

Primero intentó recetarle a Kruchten dos medicinas no opiáceas: gabapentina y luego duloxetina. Ninguna de ellas ayudó lo suficiente. Finalmente, le prescribió la hidrocodona opiácea, que finalmente le permitió dormir.

“Sin dormir, me sentía aletargado”, afirmó Kruchten. “Una vez que empecé a dormir (por las noches), me deshice de la televisión y del sofá y empecé a ser más activo”.

Los esfuerzos de Gatzke-Plamann para controlar cuidadosamente el uso de opiáceos en pacientes con dolor crónico se ven respaldados por otros esfuerzos en la comunidad.

Alrededor de 2016, el Centro Médico Mile Bluff, el hospital de Mauston al que Gatzke-Plamann está afiliada, estandarizó un acuerdo de tratamiento de medicamentos con los pacientes, estableciendo reglas para las recetas de opiáceos.

Pacientes como Michael Kruchten deben aceptar las estipulaciones antes de obtener una nueva receta. Esto incluye obtener las píldoras de un solo médico y surtir las recetas en una sola farmacia, así como someterse a un recuento de píldoras al azar y a exámenes de orina. Kruchten es algo así como un paciente modelo en ese sentido, según Gatzke-Plamann.

“Vienes a las citas regularmente y siempre eres puntual y respetuoso con el personal”, le dijo mientras revisaban el contrato en una cita en noviembre.

Gatzke-Plamann puede dejar de recetar opiáceos a los pacientes que violen el acuerdo. Pero los contratos apuntan menos a castigar que a mantener la comunicación abierta. Revisar el contrato con un paciente les permite revisar los riesgos y signos de advertencia de la adicción.

En su reciente visita, Kruchten le mencionó a la doctora que solo tomó una píldora de hidrocodona en lugar de las dos habituales la noche anterior, diciendo que era “satisfactoria” para frenar el dolor.

“Y es bueno que no la tomes solo para dormir”, agregó Gatzke-Plamann. “Porque no es una medicina para dormir. Tú lo entiendes, ya hemos hablado de eso antes”.

“Sí”, Kruchten estuvo de acuerdo.

La llamada de ayuda del viernes en 2016 hizo que Gatzke-Plamann se diera cuenta de que a Necedah le faltaba un recurso crucial para resolver el rompecabezas del dolor: el tratamiento de la adicción.

“No tenemos tantos recursos aquí”, añadió Gatzke-Plamann sobre el Condado de Juneau, uno de los más pobres y menos saludables del estado. “Cuando veo que hay una necesidad de algo, depende de mí hacer algo al respecto”.

Indicó que por eso decidió obtener la capacitación necesaria para recetar la medicina para la adicción, la buprenorfina.

Las investigaciones demuestran que la buprenorfina trata eficazmente la adicción, pero la medicina es particularmente escasa en las zonas rurales del país. Más de 10 millones de estadounidenses en zonas rurales (más de una quinta parte de la población rural del país) viven en condados sin un solo médico con licencia para recetar el medicamento. (Sin embargo, la disparidad de acceso entre las zonas rurales y urbanas se ha reducido desde 2017.)

En Wisconsin, 18 de los 72 condados carecen de un proveedor de buprenorfina, y 14 de esos condados sin servicio son rurales.

Gatzke-Plamann es una de las dos únicas personas en el Condado de Juneau con licencia para recetar buprenorfina. La otra es una asistente médica a quien ella supervisa.

Catina Stoflet está entre los pacientes de buprenorfina que se benefician.

Stoflet, de 35 años, se hizo adicta a los opiáceos recetados cuando tenía 16 años en 2001, durante la primera ola de la epidemia de opiáceos de la nación. Empezó a sufrir de piedras renales en la preparatoria. Se ha sometido a muchas cirugías para eliminar las dolorosas obstrucciones.

La primera receta fue para Tylenol 3, una combinación de paracetamol y codeína opioide. Los médicos pronto la elevaron a drogas más fuertes: Vicodin, Percocet, oxicodona.

“Era justo en la época en que la gente no sabía lo que (los opiáceos) te estaban haciendo”, comentó Stoflet.

Stoflet añadió que pasó años en recuperación a partir de 2007. Pero sufrió una recaída en 2014, y avanzó a la heroína y la metanfetamina. El año pasado, decidió dejar de fumar para siempre. Stoflet aseveró que su médico de atención primaria le presentó a Gatzke-Plamann, quien recientemente había empezado a recetarle buprenorfina.

Al igual que los pacientes con opiáceos de Gatzke-Plamann, los pacientes con buprenorfina deben firmar contratos, aceptando participar en un programa de tratamiento que incluye asesoramiento.

Stoflet trabaja con un consejero y especialista en recuperación de la comunidad en el Centro de Recuperación de Roche-A-Cri en Friendship, a unas 20 millas de Necedah. El centro abrió en septiembre de 2018. Sin sus recursos adicionales, dijo Gatzke-Plamann, no se sentiría cómoda recetando buprenorfina.

“Soy solo una parte de su plan de tratamiento”, detalló Gatzke-Plamann. “Necesitan la orientación. Necesitan el apoyo psicosocial. Necesitan las reuniones de grupo”.

Médicos como Gatzke-Plamann tienen un papel importante que desempeñar en la crisis de los opiáceos al tratar a los pacientes en el lugar donde viven, enfatizó Erin Krebs de la Universidad de Minnesota. Pero, añadió, los modelos de financiación no siempre fomentan este tipo de trabajo.

“No estoy segura de que hayamos hecho todo lo que podemos hacer para apoyar realmente a los pequeños consultorios que asumen este esfuerzo”, concluyó Krebs. “Hay esperanza para las personas con problemas de opiáceos, y tenemos tratamientos que funcionan. Así que creo que cuanto más podamos escuchar sobre los médicos que están abordando estos problemas en sus propias comunidades y teniendo éxito, mejor”.